Se decía que había habido una monja especial entre las novicias de otras épocas. Se contaba que era muy bella, jovencísima, entregada a la vida conventual obligada por el mandato paterno, tirano y cruel, insensible ante los ruegos de aquella hija indeseada y molesta que le recordaba sin duda a su primera esposa -muerta durante el parto de la niña- y que luego, ante la presencia de una nueva cónyuge, no resultara bien recibida en su propia casa.
Parece ser que aquella muchacha, hija rechazada y novicia por imposición, ni siquiera halló tranquilidad en el seno de aquel refugio religioso. No se supo nunca bien por qué, aquella pobre murió trágicamente entre esos claustros, antes de tomar los hábitos definitivos y lejos de lo que supondría ser la mansedumbre propia de un lugar de retiro y oración.
A partir de ese momento, la vida del monasterio comenzó a declinar en forma inexplicable. Una serie de trágicos sucesos fueron dando origen a lo que con los años trascendería por los alrededores como la maldición de la novicia y poco a poco se transformó en un hecho que amenazaba con romper la tranquilidad de los habitantes de la zona. El paraje se fue despoblando, las actividades económicas fueron decayendo y toda la región comenzó lentamente a morir.
Alertado en sueños de que algo muy sutil enraizado en la historia de aquella desdichada novicia -de la que había escuchado hablar desde pequeño- sobrevivía aún en las entrañas del convento bajo un manto de secretos, miedo y misterio, una mañana fría de agosto tuvo el irrefrenable impulso de ir hasta allí, convencido de poder descubrir la causa de lo que sin duda fuera una tragedia que clamaba por salir a la luz. Sentía que de esa manera lograría dar algo de paz a aquella atormentada muchacha que muriera bajo quien sabe qué desafortunadas circunstancias, y quizás, a la vez, lograra desatar su propia tristeza existencial, inexplicable y pertinaz, ajena a toda posible causa que pudiera hasta entonces desentrañar.
Fue así que impelido por una íntima sensación de urgencia y convicción comenzó a excavar en lo que -decían- habían sido los muros de la que fuera la celda de aquella desgraciada novicia. Casi sin herramientas, lastimando sus manos hasta el punto de astillarse varias uñas, logró aflojar algunos de los bloques de piedra que conformaron alguna vez una sólida pared. Con espanto y sorpresa descubrió detrás del muro, lo que hacia siglos había sido belleza y juventud y ahora se mostraba como restos de huesos secos envueltos en los harapos del que fuera a la vez hábito y mortaja.
Un gesto de instintivo rechazo lo hizo retroceder horrorizado ante el inesperado hallazgo. Trastabillando entre las piedras que había retirado, pisó sin querer un bello estuche de madera labrada. En su interior, las páginas amarillas de las que fueran cartas y notas escritas por la desdichada novicia, contaban la historia de un largo padecimiento. Despreciada y humillada por su propia padre, habiendo crecido sin madre ni rastro de amor cercano, aquella joven encerrada por la fuerza en aquel severo claustro, debió soportar además el pecaminoso asedio del confesor de su convento, hombre impiadoso, lascivo y cruel que llegara a su puesto dentro de la orden religiosa a causa de sus conexiones políticas y no por vocación o mérito.
Abrumada por la indignidad de quien debiera haber sido ejemplo y consuelo, la joven intentó preservar su integridad y virtud compartiendo los hechos con la madre superiora, pero ésta, lejos de creerle, optó por amedrentar sus supuestos delirios con amonestaciones y castigos.
El depravado confesor intentó obligarla a aceptar sus sucias propuestas de diversas maneras, pero ofendido por su tajante rechazo y al ver que nada la quebrantaba, optó al fin con amenazar matarla si no cedía ante sus requerimientos. La joven, desesperada, se refugió en sus rezos, pero no consiguió romper el asedio del impío. Fue así que una fría mañana de agosto, acusada falsamente de herejía, enfrentando un inusual e ilegítimo proceso inquisitorio, la joven fue condenada a un castigo ejemplar, siendo encerrada viva detrás de una doble pared dentro de su propia celda. La última propuesta del indigno confesor habría sido detener el emparedamiento a último momento, a cambio que la joven cediera a su lujuria, cosa que nunca ocurrió y determinó que la bella novicia muriera de la forma más horrible.
Temblando por la revelación de semejante secreto, el joven soñador se compadeció enormemente del destino trágico de aquella muchacha que viviera allí hacía ya tanto y que ahora, muerta y disecada, se revelaba ante él como ejemplo de honestidad e injusticia padecida.
Fueron breves instantes, pero indescriptibles, en los que el joven sintió una calidez increíble a su alrededor...una luz tenue, muy particular se desprendió desde los restos ajados de la novicia muerta y así, sin más, como quien manifiesta con un sentido suspiro de alivio el final de un cruel destino, aquel alma recién liberada dejaba detrás su suplicio secreto, habiendo podido sacar al fin a la luz su verdadera historia de dolor y padecimiento, gracias a la generosa intervención de aquel joven que, desde entonces, se dedicó a disfrutar mucho más de su vida, valorando cada momento.