sábado, 4 de mayo de 2013

A PROPÓSITO DE UNA NOTICIA, UNA REEDICIÓN

Luego de ver publicada la siguiente nota, y recordando la oportunidad que tuve de estar allí, maravillándome -en primera persona- entre esos muros, quise reeditar una historia que publicaré en tres partes y que precisamente nació el día que visité por primera vez la Librería Grand Splendid en Buenos Aires.


DE ÁNGELES URBANOS
Primera Parte: SIN ALAS Y EN PAREJA
Alguna vez escuché hablar de ángeles urbanos, pero nunca imaginé toparme con uno…mucho menos con dos…pero lo que nunca hubiese acertado a sospechar es la apariencia que estos seres acostumbran presentar y menos aún, la forma con que consiguen tender sus sutiles hilos angelicales dentro de la trama compleja de la vida de la gente, que convive con ellos sin siquiera suponerlo.
Estos seres, lejos de parecerse a la imagen preconcebida que uno suele tener fijada en el inconsciente, no poseen aspecto solemne o intimidatorio. Tampoco son carilindos seres alados que surgen en los momentos críticos para iluminar con su luz celestial el camino de las almas piadosas. No cuentan con un aspecto sobrecogedor o magnífico o de belleza sublime. No. Resulta que más bien suelen asumir aspectos casi insignificantes, minúsculos… Sumamente vulnerables por su aparente rareza, locura o inocencia, despiertan en su entorno una conmiseración tal que puede hasta llegar a provocar burlas en personas no muy propensas a conmoverse frente a las actitudes poco cuerdas o ridículas de sus semejantes.
Estos etéreas entidades celestiales sumergidas -vaya uno a saber desde cuándo- en medio de nuestras vicisitudes cotidianas, adoptan un aspecto casi irrisorio a la hora de materializarse a nuestro alrededor, sin duda para disipar toda sospecha sobre sus sobrenaturales poderes y quizás hasta para poner a prueba nuestra capacidad de empatía con seres más desprotegidos.
Un indicio palpable de lo que aquí sostengo es la personalidad encantadoramente demodé que dos de ellos suelen mostrar al pasearse inocentemente en medio del bullicioso centro de Buenos Aires, en plena avenida Santa Fe, alguna mañana cualquiera -como la del sábado en que yo los vi- tomando, con encanto singular, un frugal desayuno en la tradicional cafetería y pizzería  La Farola.
Tanto ella como él, de baja estatura, bien entrados en años. Leves en su andar, notoriamente tambaleantes, aunque con una elegancia innata –pese a lo ostentoso y poco habitual de su vestuario- trasuntando un aura casi irreal que pone de manifiesto sus características sobrehumanas, muy por encima de la mediocridad prosaica y la chatura monocroma de nuestros convencionalismos.
Luciendo gastado traje de lino color té con leche él, camisa blanca impecable, cerrados todos los botones hasta el cuello, con corbata de moñito verde intenso, mocasines casi amarillos muy bien lustrados, medias blancas, veraniego sombrero tipo panamá de alas cortas sobre su cabeza apenas poblada de escasa pelusa nívea. Se sienta con evidente placer en una de las mesas mejor ubicadas sobre la vereda, bajo una sombrilla roja que lo protege del aún cálido sol otoñal. Ella, mientras tanto, desenfadadamente más glamorosa, se acerca lentamente con paso delicado, collar de perlas de varias vueltas, enteramente vestida de rosa -variando solamente las tonalidades- tanto en su amplia blusa de raso -con destacada flor de grandes pétalos a un lado- como en su falda vaporosa que el viento hace ondular con gracia. En su cabeza –luciendo voluptuoso e inmóvil peinado de peluquería- un extravagante sombrero de rafia adornado con gran cantidad de flores -todas rosadas- rematado por ancha cinta al tono, culmina en moño sobre su nuca. El atuendo singular se completa con gran bolso de cuero blanco que pende sobre su antebrazo, mientras que sus manos envejecidas buscan precavidamente asirse a los respaldos de las sillas que rodean la mesa ocupada por su galán. En cada dedo de su mano derecha, un anillo, resplandeciente en gemas multicolores, mientras la izquierda luce extraño mitón de eslabones plateados entretejidos que se inicia en la muñeca y culmina, delicadamente sujeto al monte de Saturno del dedo medio. Sus pequeños pies –quizás alguna vez con andar más seguro –se equilibran a duras penas sobre coquetos zapatos blancos con hebillas y tacones tipo chupete, mientras - casi sin disimulo- aprovecha el reflejo que la puerta de vidrio le devuelve de su rostro para comprobar el ansiado efecto que, complementando el conjunto, otorga su recargado maquillaje. Sin dudas complacida por lo que ve, haciendo un gracioso mohín que trasunta inexplicable ternura, saluda atentamente al mozo que parece conocerla y que, con suma presteza, atina a retirar la silla en la que ella se dispone a tomar asiento.
En ambos seres angélicos, todo es sofisticada exageración, delicada exuberancia ridículamente amalgamada. No hay nada en ellos que pase desapercibido: la sonrosada transparencia de su piel, la candidez de sus miradas, la arbitrariedad y el anacronismo de su atuendo, la desenfadada originalidad de su atrevimiento, la esplendorosa inocencia de sus sonrisas…
La gente los mira sin excepción. Algunos más descaradamente; los más, esbozando una sonrisa socarrona; otros, imbuidos en sus urgencias sólo les brindan una mirada inexpresiva al pasar, sin comprender qué significa la peculiaridad del hecho. Cada cual a su manera recibe en forma instantánea un atisbo de la brisa especial que los envuelve -algo de su incomparable frescura- pero nadie sospecha siquiera el poderío de su naturaleza angelical, no se imaginan la magnitud que su energía iridiscente puede llegar a alcanzar, cuando ellos se lo proponen y sus protegidos están dispuestos a recibirla.
(continúa en el próximo post)

2 comentarios:

  1. Buena falta hacen hoy los ángeles, aunque sean aparentemente estrafalarios.
    Los que yo conozco son como los que describes al principio: pasan desapercibidos, pero sus obras los delatan.

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  2. No se le escapa nada a tu vuelo entre ángeles.

    Voy a leer más.

    Besos!

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