EL MENSAJERO DE LOS DIOSES - Primera parte

EL JAGUAR En algún lugar perdido, alejado de toda otra civilización, existe un pueblo muy antiguo. Adoradores de la luna, el sol, la tierra, el agua, la vida en todas sus formas…perduran en sus costumbres de absoluto respeto por la naturaleza. Desde que nadie recuerda, subsisten aislados de todo otro contacto humano que no sea el de su propia gente. Para ellos, el mundo conocido, se circunscribe a un extenso territorio selvático, de impenetrable vegetación y un sinnúmero de especies animales, ubicado entre altas murallas rocosas que le hacen a la vez de contención y cobijo. Nada existe, para ellos, fuera de ese microcosmos de equilibrio y ritmos naturales regulado por una variada gama de dioses ancestrales cuyos designios son inapelables. Según su idiosincrasia, ningún suceso de sus vidas escapa al deseo de los dioses y mantenerlos satisfechos aceptando su voluntad es su principal preocupación. Entre ellos, un joven cazador, huérfano de padre y madre acaba de ver morir a su abuelo, el chamán de la aldea, último enlace con su progenie directa y con el conocimiento ancestral en el arte de interpretación de los símbolos de la naturaleza. La desolación que su corazón siente, apenas logra consuelo al pensar que la muerte es parte del ciclo vital de la rueda que nunca se detiene y aceptarlo forma parte de la sabiduría ancestral que su abuelo le legó. Recién transcurridos los tres días de retiro que corresponden a su duelo, el joven se dispone a salir otra vez a la jungla, con puñal, lanza y cerbatana se dirige hacia lo que los dioses dispongan: matar o morir, en la continua entrega que su destino de cazador encierra. Temprano en la mañana, apenas al despuntar el alba, se pierde entre los verdores de su eterna selva, esa que crece quejumbrosa mientras su propio respiro se suma a la brisa fresca que aún sopla, a pesar que el sol ya se alza sobre los acantilados de piedra. Entre las copas más altas de los árboles, pájaros multicolores se desperezan graznando y aleteando sin disimulo. Los ruidos, los olores, los silencios…todo se conjuga para hacerse sortilegio en la mañana, mientras el joven cazador avanza sigiloso entre helechos y plantas trepadoras abriéndose paso con la solvencia de quien reconoce cada rincón, cada huella, cada brizna, cada suspiro. De repente…un jaguar. En lo alto de un árbol junto al río, el animal, místico símbolo de los designios de los dioses parece haber estado aguardándolo. Sus ojos son extrañamente rojizos, como hechos de flamas…y lo contemplan amenazantes, estudiando sus movimientos por varios minutos. Lejos de lo que cabría esperar, en lugar de huir o lanzarse de inmediato hacia el muchacho, se incorpora entre el ramaje, se curva notoriamente su lomo y como si fuera a lanzar un aullido, abre su boca mostrándole sus dientes a modo de desafío. El felino no emite sonido alguno, lo sigue mirando con altivez y luego de hacer un gesto que le recuerda al de una reverencia, se lanza sobre él sin darle tiempo a preparar ninguna defensa. El joven reacciona tan rápido como puede, frena en algo el ataque del jaguar pero no logra evitar que sus garras se claven en su cuerpo, esquivando como puede las dentelladas furiosas de aquel gato imponente. Con un movimiento veloz logra sacar el puñal de la funda de su costado. Apenas a tiempo, dominando como puede el terror que lo invade al creer ver la cara de su propia muerte, alcanza a clavar profundo y certero su puñal entre aquella carne caliente de furia. Aspirando profundamente las bocanas de aire que logra atrapar bajo el peso del ahora animal inerte, temblando aún, consigue salir de debajo del que casi fuera su cazador y por deseo de los dioses, terminó siendo en cambio su presa. Ya más calmado contempla el tamaño y la imponencia de aquel animal. Recuerda su extraño comportamiento antes de atacarlo y asumiendo que lo estaba esperando, concluye que aquel jaguar era, sin lugar a dudas, alguno de los que solían ser enviados como mensajero por los dioses. Tratar de interpretar el significado de lo que debía transmitir se le presentaba en cambio muy complicado. No llega a conocer aún en profundidad el arte de leer los signos estampados en las pieles o en las líneas de de las cortezas de los árboles, como sí lo había logrado dominar su abuelo hacía ya mucho tiempo. Acariciando la piel de aquel hermoso animal, intenta en vano desentrañar algún signo que le resulte familiar, alguna señal de las que su abuelo alcanzó a transmitirle antes que la muerte lo retornara a habitar con sus ancestros. Las manchas más visibles del lomo forman constelaciones de puntos negros agrupados sin orden aparente, pero que logran intrigar de inmediato a quien se deje atrapar por sus significados ocultos. Sobre la frente, en cambio, las manchas son más pequeñas y semejan puntos irregulares, difuminándose en el cuello y pasando a ser rayas irregulares sobre las patas delanteras. Decide que sea lo que sea lo que los dioses intenten decirle no será allí que logre interpretarlo y por eso, haciendo un gran esfuerzo, levanta el cuerpo del jaguar sobre sus hombros y emprende de inmediato el regreso a su aldea. Luego de una larga marcha sus piernas ya casi no logran soportar el gran peso del animal y decide hacer un alto en el camino. Renueva sus fuerzas bebiendo agua fresca de un manantial que se abre paso entre las rocas. Flores perfumadas y helechos magníficos se entrelazan alrededor de los troncos de los árboles más altos. El sol, en su punto máximo, lo baña con su rayos incisivos filtrándose intermitente entre el espeso follaje que se mueve acompasado por la brisa. La naturaleza en pleno le regala sus galas, sus colores, sus formas maravillosas y eso lo renueva por dentro. Luego de unos minutos retoma su camino cargando nuevamente el cuerpo inerte del jaguar sobre sus hombros. Al cruzar la entrada de su aldea toda su gente viene a recibirlo. La algarabía de su feliz retorno se complementa con el buen fruto que ha dado su cacería: un magnífico jaguar. Clara señal que los dioses están complacidos y festejan la continuidad del ciclo de la vida: hace poco la muerte se tomó al anciano abuelo del joven, su maestro, su guía. Hoy se le compensa entregándosele un majestuoso animal, símbolo inequívoco de astucia y fuerzas sobrenaturales. El jaguar, animal temido y venerado. Ancestro totémico y divinidad de la tierra. Sus fauces abiertas (recuerda el gesto extraño y el aullido sin sonido con el que el animal se dirigió hacia él) representan para su gente las puertas del inframundo…pero a la vez la posibilidad cierta de acceso a otros nuevos, desconocidos… quizás superiores, quizás maléficos…pero con el intrínseco misterio de estar por descubrir…y eso es quizás el mensaje, el acertijo que los dioses disponían que fuera por él interpretado. Se le ocurre asimilar su significado con nuevos caminos, o más bien, entradas que siempre han estado ahí, quizás bloqueadas, y de las que ha llegado la hora que sean traspasadas. Según le había enseñado su abuelo, los secretos y mensajes cifrados que nos envía la naturaleza no pueden ser develados en forma apresurada. Son los dioses los que imponen los tiempos y las formas en que las verdades serán dilucidadas y nada puede hacer el hombre para alterar, negar o adelantar ese ritmo prefijado. Por esta razón sabe que de nada valdrá esforzarse en intentar descubrir rápidamente lo que el jaguar simboliza y la razón por la que ha sido él el elegido para revelarlo. Es así que en la noche, luego de comer algún frugal bocado, deja llevar libremente sus pensamientos hacia los rumbos que los dioses disponen, intentando no obligar a su mente a recordar o interpretar alguna enseñanza especial que su abuelo le marcara durante el tiempo que dedicó a adentrarlo en los conocimientos chamánicos. Sabe que no es con apresuramientos como llegará a la revelación buscada. Para los dioses, el tiempo tiene otro ritmo que para los mortales y lejos de intentar alterarlo, el hombre sabio debe aprender a comprenderlo y aceptarlo. Cuando la luna brilla, diáfana e inigualable en lo alto del cielo estrellado, la piel del jaguar luce su belleza y sortilegio bajo la luz del plenilunio, cobrando quizás mayor esplendor que en la mañana. (continuará)