Siguiendo la propuesta que esta semana nos hace Juan Carlos desde su blog, decidí aceptar el reto de intentar desarrollar la idea apuntada de Chejov "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida." Me disculpo por no haber podido hacerlo más corto.
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Un día nada especial, sintió que su
apatía por la vida había tocado fondo, por lo que determinó que la hora de su
fin había llegado. Pensó que aquella medida drástica debería ser precedida por
un acontecimiento totalmente impensado, algo que jamás hubiese hecho en otro
momento, una última jugada arriesgada tentando al azar y al destino para que aprobasen
-o no- lo que ella ya daba por concluido. Tomó el dinero de todos sus ahorros y
sin más trámite se fue a lo que siempre consideró un antro de perdición de
viciosos e irresponsables: el casino.
Apenas traspasar el lujoso hall
de ingreso quedó apabullada por el desenfrenado juego de luces y brillos destinados
a provocar la irrealidad del ambiente. Sin tener la mínima idea de cómo
funcionaba todo aquello se las ingenió para descubrir cómo procedían los
otros jugadores, tanto los más cautos
como los que de lejos se adivinaban como más avezados. Con lo que primero quiso
ensayar fue con los tragamonedas. Cuando se dio cuenta que había dilapidado una
pequeña fortuna sin siquiera advertirlo se sintió paralizada, pero al momento
se sobrepuso y quiso probar suerte en algo que siempre había visto en películas
y ansiaba experimentar.
Al modo de una mata hari totalmente inexperta,
blandiendo una vistosa copa en alto se acercó a una mesa de ruleta intentando
emular a los personajes más llamativos de aquel sector. Decidida a hacerse
notar por lo arriesgado de sus jugadas, arrimó la modesta pila de fichas que le
quedaban a uno de los números centrales del tablero, intentando que fuese el
azar simplemente el que guiara la dirección de su mano. Cuando la bolilla se
detuvo, tardó en comprender lo que había sucedido: acertó su primer pleno casi sin pensarlo. La satisfacción
de ver que más de uno a su alrededor sintió real envidia de su acierto, fue
mayor que la que le produjo comprobar el tamaño que había alcanzado su montón
de fichas. Sintió su corazón latir con fuerza inusitada. La que sería una noche
de gloria para su ego acomplejado fue reafirmada por su persistencia a no querer
mover nunca sus fichas. Por cinco veces apostó al mismo número y las cinco
ganó, multiplicando exponencialmente la cifra inicial.
Cuando por fin, desbordante de
éxtasis, luces y alcohol tomó el taxi de regreso a su casa, empaquetado
torpemente sobre su regazo llevaba con ella un inesperado millón dispuesto a
ser disfrutado.
Apenas traspasado el umbral de su
oscuro departamento la fuerza de su depresión volvió a instalársele de lleno en
su corazón y ningún pensamiento positivo nacido del impensado premio que
acababa de recibir logró quebrar la angustia de sus antiguas frustraciones. La
soledad en la que vivía adquirió nuevamente la verdadera magnitud con la que
solía aplastar cualquier intento de optimismo en su vida y el llanto se instaló
nuevamente como único refugio.
Pese a lo extraordinario de la
situación, aquel regalo que le daba el destino como respuesta a su osada
provocación, lejos estaba de brindarle algo de alivio o esperanza, todo lo
contrario, sentía que la volvía a colocar sobreexpuesta frente a todos sus
irresueltos complejos y frustraciones. Decidió entonces proseguir con su plan incluyendo ahora el
dinero como elemento dramático crucial enmarcando la que sería su despedida.
Desempaquetó el voluminoso
paquete de dinero, lo miró por unos minutos, resignada ya a desprenderse de
ellos sin pena ni remordimiento. Cierta inocultable satisfacción le nacía al
pensar que su personal decisión lograría
alterar la suerte de quien, en un futuro muy próximo se topara con ellos.
A la mañana siguiente cuando la
muchacha de la limpieza llegó como siempre para hacer sus tareas, se encontró
con el cuadro más grotesco e inaudito que jamás se hubiera imaginado: el cuerpo
inerte de la dueña de casa colgando sin vida de la araña del comedor, frente a él,
la puerta del balcón abierta y sobre la pequeña mesa del café sacada al exterior
para la ocasión, como pájaros en libertad volando a los cuatro vientos,
montones de billetes elevándose por los aires hacia horizontes impensados,
dispuestos a arribar hacia donde el insondable destino lo dispusiese.