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lunes, 24 de octubre de 2011

SOLOS, GRISES Y ENTREMEZCLADOS




















El anciano camina con la certeza de saberse solo, reafirmando en su decepción que el pasado no tiene retorno. Cabizbajo, mirando al suelo para intentar evitar un tropiezo, avanza lento llevando el pan que comerá ese día sin disfrute y por costumbre. Alguien apurado se le adelanta al cruzar la calle. Casi lo hace trastabillar pero por suerte logra afirmarse sosteniéndose del poste del semáforo.

El apurado va trajeado de gris y corbata fina. Maletín de cuero, zapatos que refulgen bajo la luz de la mañana que despunta. Parece que llega tarde, o no quiere hacerlo. Quizás se haya retrasado por algo nimio. Alguna discusión o algún olvido. Quizás alguien dejó mal cerrada la puerta del ascensor y tuvo que invertir en llegar a la calle algunos minutos más de lo que había calculado. Afortunadamente logra parar un taxi y sube a toda carrera. No ve que alguien más ya le había hecho señas en la esquina opuesta… aunque de haberlo visto igual lo hubiese abordado con el mismo ímpetu y desconsideración.

En la esquina opuesta una señora diminuta se queda balbuceando sola, con el brazo aún extendido mientras el taxi se aleja con el descortés desconocido que ni siquiera la ha tenido en cuenta. Ni el taxista tampoco. Aunque ese sí la vio, pero igual ni se dio por aludido. Lo mismo da un pasajero que otro y a esa hora de la mañana todos están medio dormidos. Más aún si a quien hay que ver es alguien como ella, tan poco interesante, reseca y apocada, pasada ya en edad y sin gracia ni elegancia ni nada que mostrar, ni insinuar, ni decir …ni recordar.

Otro taxi. Ocupado, pero la pasajera baja ahí, justo delante de donde ella está parada. Así que la señora sube, casi sin que este otro taxista se percate de que lo hace, porque aún está mirando a la llamativa pasajera que acaba de bajar.

La que baja lleva zapatos extravagantes. Tacos altísimos, plateados y baratos. Brevísima minifalda negra con algunos vuelos. Chaqueta corta, brillosa y entreabierta, mostrando seductora puntillas asomando por sobre sus voluptuosos senos. Se ve que llevaba el pelo recogido pero una a una se va quitando las hebillas que lo sujetan en la nuca, perdida ya la gracia que sin duda habrá pretendido la noche antes, cuando salió a buscar lo que parece no haber encontrado. Mirada cansada. Las ojeras remarcadas por el rimmel escurrido y los restos de sombra celeste borroneando aún más los rasgos de aquel rostro que alguna vez se habrá sabido bello, joven y deseable. Su paso cansado se asemeja en ritmo al de aquel viejo con la bolsa del pan, que entra ahora en esa casa antigua que le recuerda –de improviso- aquella otra donde ella pasó su infancia. Otra ciudad. Otra calle. Otra historia. Pero igual –quizás- por lo silenciosa y oscura.

Una grosería dicha al pasar la regresa al presente. A esta misma ciudad. A esta misma calle. A esta misma historia.

El que escupió la grosería como al pasar –casi como ofensa obligada- cruza ahora la calle alejándose de la trasnochada. Con sonrisa burlona continúa por unos segundos paladeando su ocurrencia como muestra palpable de su ingenio y ralea. Con las manos en los bolsillos de su gastado pantalón busca como puede disimular el temblor constante que parece brotarle de ese perenne frio interior que no sabe explicar. Sin rumbo fijo ni motivo que lo haga caminar, se aleja de allí como bien pudiera regresar. Mira a su alrededor sin encontrar nada que lo guie, lo motive o le brinde algún tipo de cobijo. No sabe bien qué busca, de qué escapa, qué pretende…sólo sabe de esa inquietud constante que no lo deja permanecer inmóvil en un lugar por mucho rato y de improviso le hace quebrar por dentro al punto de hacerle gritar. Temiendo quizás que nazca el grito, el desorientado se detiene en un portal cualquiera de la calle - que ahora se le antoja amorfa y difusa- buscando infructuosamente darse abrigo con las manos.

La portera del edificio lo hace salir de allí de inmediato, blandiendo la escoba a modo de contundente arma improvisada.

Mascullando quejas y maldiciones la mujer rolliza se apura por terminar de baldear la vereda antes que comience el  desfile de propios y ajenos sobre aquella franja de territorio que le corresponde mantener diariamente libre de orines, papeles y basuras varias. Apartando a cada rato ese mechón de pelo rebelde que se escapa del pañuelo con el que cubre su cabeza, la mujer aprovecha esas fracciones de segundo para llevar cuenta precisa de los vaivenes de cada vecino, sus ingresos y sus salidas, sus rutinas, sus vestimentas, sus caras sombrías, sus gestos, sus miradas, sus insinuaciones, sus traiciones, sus infamias, sus mezquindades, sus sueños perdidos…

Para cualquier aficionado, semejante tarea escaparía de lo que podría observarse a simple vista y en tan poco tiempo, pero no para ella. Conocedora innata de la perfidia humana, siempre logra descifrar las miserias más ocultas escudriñando a cada quien en ese preciso momento de vulnerabilidad en que uno se expone al exterior recién salido de la protección de su guarida, con las defensas bajas, los párpados pegados aún por la pesadez que no se logra diluir con un café y el letargo mañanero que atrofia las almas incautas. Ensimismada en sus responsabilidades principales, no adivina la lentitud inusual con la que el contador del cuarto se arrastra esa mañana, por lo que su trapeador debe interrumpir el decidido trayecto con el que se desplaza, a causa del inoportuno paso cansino del susodicho. Desconsiderado. Inútil. Despreciable.

El contador del cuarto no ha dormido nada la noche anterior. Su cabeza parece querer estallarle con cada latido. Pese a sentirse a punto de desfallecer, se dirige tan temprano como siempre a su inhóspita oficina. Siempre ha presentido que ese indefinido gris que envuelve las paredes de su oscuro lugar de trabajo contribuye a su perpetua tendencia depresiva. A pesar de esa íntima convicción, jamás se ha animado a cambiarlo. Su mujer se encarga de desalentarle cualquier impulso renovador que intente aflorar en su vida monocorde. No soporta ella que algo se escape de su dominio, de su poder decisorio, de su indiscutible supremacía. Además, él mismo se reconoce inepto para esos menesteres. Las pocas decisiones que ha tomado a lo largo de  su vida -por fuera de lo que son rutinas laborales- han terminado siempre en fracaso. Se lo ha confirmado una y otra vez la experiencia: no es apto para opinar sobre ciertas cosas.

Su naturaleza misma siempre le conspira en contra. Cualquier alteración no impuesta que pretendiera hacer valer sobre su destino, culmina provocándole un grado de ansiedad inmanejable que repercute sobre todo su organismo. Su físico se resiente. Se aniquila. Se contrae y se consume a fuerza de la angustia que le genera la responsabilidad de enfrentar algún cambio y es por eso que ha llegado a la conclusión que algo genético determina su condición de persistente dependencia, de su nula capacidad innovadora. Ya se encargará la ciencia de validar su fundada sospecha. Algo genético habrá que condiciona a la gente como él en su necesidad de mantenerse en un muy discreto segundo plano. Ya lo comprobarán y quizás entonces lo aceptarán como un padecimiento involuntario. Una consecuencia inmanejable que amerite respeto y conmiseración. Algo que no lo condicione a ser despreciado -como lo es hoy - a cada paso.

Mientras esquiva por segunda vez el trayecto del trapeador con el que la portera insiste en repasar casualmente las mismas baldosas por donde él se dispone a pisar, sus ojos -atontados por el dolor agudo que persiste entre sus sienes- se detiene ante la mirada anhelante de un pulgoso perro gris que parece aguardarlo en la vereda.

El pobre - estampa viva de la soledad desgarbada- ensaya ante él los ya deslucidos y escasos recursos con los que cuenta para llamar la atención de la gente que pasa a su lado. Flacucho y poco agraciado sobrevive apenas, gracias a la basura de la que se alimenta.

Se instala silencioso ante el hombre de rostro ceniciento intentando conmoverlo con sus ojos tristes de mascota abandonada ansiosa de adoptar un dueño. Mueve la cola buscando mostrar simpatía.  Agacha  un poco la cabeza en señal de intencionada sumisión. Luego  lo sigue desde cierta distancia, mientras el hombrecito camina hasta la parada del colectivo sin dejar de tomarse la cabeza –por sobre los ojos-con el pulgar y el índice de su mano izquierda contrapuestos.

Se detiene cuando el hombre parece alterar su marcha, mirándolo en forma esquiva. Retoma  el paso junto  con él, intentando, con precavida actitud, hacer notar su necesidad sin resultar impertinente. Luego de unos cuantos minutos de ansiosa espera compartida, llega el ómnibus que el hombrecito aguardaba. Asciende en él sin mirarlo. Hasta se diría con cierto alivio. Y se aleja…y el perro se queda, otra vez en su decepción, observando hacia lo lejos mientras otro posible amo se empeña en ignorar su soledad y desecha su ofrecimiento perruno.

Esta mañana han sido ya varios los vanos intentos. El viejecito del pan, el hombre apurado de traje elegante, la mujer diminuta subiendo al taxi, la de los zapatos llamativos, el muchacho inquieto, la portera rolliza, el hombrecito con rostro doliente…la mayoría ni siquiera lo ha mirado mientras infructuosamente desplegaba hacia ellos sus ajados recursos lastimeros.

Parecería ser que en el mundo de los humanos la soledad se ha convertido ya en moneda tan corriente, que la necesidad de uno pasa desapercibida entre el mar de carencias de todos los otros.

19 comentarios:

Manuel dijo...

Bueno, Mónica, si pongo que me ha encantado me quedo cortisimo. Esa cadencia de historias encadenadas si union evidente que pasa revista a la gente del dia a dia, para al final descubrir el nexo que agrupa toda la historia.
Repito, me ha encantado (y me sigo quedando corto)
Un beso

Cecy dijo...

Has dibujado una crónica detallada de la vida cotidiana, en un momento y lugar. Si, hay que detenerse a mirar que pasa a nuestro alrededor, a veces la vorágine no te lo permite.


Me gusto!

Un abrazo.

mariajesusparadela dijo...

Yo ya vivo despacito, parándome en los detalles

R.D.Network dijo...

Hola Moni!!
Este mundo, esta sociedad, nos convierte en autistas, donde cada cual vive su vida sin contemplar que pasa a nuestro alrededor...
Excelente fotografía de la realidad has creado...
Beso grande!

RoB

Any dijo...

Pobre perro ... todos esos personajes están en cierto modo peor que el, como para fijarse en su mirada lastimera o prestarle la mínima atención.
Esto me recordó a la publicidad en la que se van pasando el vaso, que ahora mismo no recuerdo de que es (no sé porque lo asocié)
Y por último (ud dirá que desvarío, pero mi cabeza arranca hacia lugares raros) si esto lo leyera mi hermano y viera la palabra "viejecito" ahjajajajaja! Lo que lo hemos gastado por decir viejecito/a en lugar de viejito/a ... si ya sé, que tendrá que ver?, nada, me hizo acordar solamente.
Parece que los porteros son iguales en todos lados, la de mi casa se parece bastante a esta, salvo por lo de "rolliza".
Después de leer esto no solo el perro se quedó medio triste, yo también.

Si, ya me voy
besos

Javier D dijo...

Hola Mónica,
Creo que todos nacemos y vivimos en soledad… No lo digo como una visión pesimista o negativa, sino como el reconocimiento de una “realidad” que debería animarnos a buscar, encontrar o crear más espacios y momentos, precisamente para compartir nuestras soledades individuales.. Desgraciadamente, con frecuencia, pareciera que caminemos en el sentido contrario..
Debe ser porque no siempre la “experiencia” (ni siquiera la propia), es la madre de la “ciencia”..

Un abrazo grande

RGAlmazán dijo...

Magnífico relato que va concatenando vidas individuales que se ignoran y que viven su propia soledad. Reflejo de personajes que llenan una ciudad y que están perdidos entre la multitud.
Besos

Salud y República

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Por desgracia, es moneda corriente.
Buen relato, deja una sensación de amargura.

Anónimo dijo...

La frialdad de la ciudad,en donde cada uno va a lo suyo, historias personales y mundos internos en cada ser humano, que has encadenado con maestría.
Soledades andantes desde el hombre al perro, todos casi igual, inmutables, el uno por los otros.
Un abrazo.

El Gaucho Santillán dijo...

Deja un sabor amargo, este excelente relato.

Vivimos y morimos solos, aùn rodeados de gente.

Bien escrito.

Un abrazo.

ojo vidrioso dijo...

Por sobre todo, me gustó la postal de la mañana urbana.
En cuanto a la soledad, creo que aunque estemos acompañados, siempre somos lo último que tenemos.


Saludos.

MORGANA dijo...

Moni,no sé como puedes hacerlo,pero tu historia tan real y cotidiana,me atrapó.Muy buen relato.
Besos cargados de cariño.

rodolfo dijo...

luego la lluvia se lleva sus reflejos y la noche sólo trae ladridos lejanos de perros que ladran a la luna. Pararse y obervar, Vamos por el mundo mirando sin ver, y todo pasa tan rápido que cuando te paras, no reconoces tu imagen en el espejo
El relato a tu altura

Un par de neuronas... dijo...

Pensaba en ser algo original, pero me sumo a ese día a día. Alguna vez he estado inmersa en una circunstancia similar. Sentada en un banco de una de las calles céntricas de Madrid, me di cuenta, hace siglos, de ese ir y venir anónimo. Observar las ropas, los comportamientos, las caras y sus gestos...

Un abrazo. Muy bueno.

Atalanta dijo...

Pero que requetebién escribes Mónica, a mí también me gusta observar todo lo que me rodea, miro a la gente y algunas veces me imagino como pueden ser sus vidas.

Pero lo que miro con detenimiento y amor, son a los perros/as, a todos les dedico unos halagos, ellos me contestan con sus rabitos.

Besos acompañados

Ricardo Miñana dijo...

Tiene razón el amigo Gaucho,
las ciudades son muy frias y distantes, se vive y se muere solos rodeado de gente.
un abrazo.

El Mundo de Aroa dijo...

Mónica, me impresionan tus composiciones, tanto las de imagen como las de palabras.
Besos de punta a punta.

pepa mas gisbert dijo...

Y sin embargo no hay nada malo en la soledad, pero si en las consecuencias de aquel que la sufre obligatoriamente.

ShaO dijo...

Me ha encantado la técnica, como una peli, pasando la imagen y la historia de un personaje enganchando otro! Quizás si aprendiésemos a mezclar otros colores, otro perro nos ladraría sí...
Un abrazote mi NeO : )

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